Todo bien con el alemán hasta que un día vinieron él a jugar conmigo y Leandra a peinarme con el cepillo, que me encanta.

Estaba en un terreno espacioso con árboles frutales. Cuando los vi llegar, troté hacia ellos. Loco de alegría, les regalé un gran rebuzno, era lo menos para agradecerles la visita. Ese día estaba solo, sin mi amigo Poncho, y me aburría. Empecé el ritual de siempre: provocarlos para que jugaran conmigo. Y eso hicimos durante un buen rato.

Pero se hizo tarde y mis amigos iban a marcharse, yo quería que se quedaran. Cuando vi que Werner salía por debajo del cercado de madera, fui detrás de él. Después, todo sucedió muy deprisa: intenté sujetar a Werner para que no se fuera y lo hice agarrándole un dedo con los dientes. Werner gritó, Lea también y le dio primeros auxilios. Creo que me regañó, pero no estaba seguro, me pareció que quería seguir jugando. Finalmente fueron al ambulatorio, para curale el dedo a Werner. Por supuesto que no se lo arranqué, la gente habla mucho. 

Allí comprobaron que Werner no era el primero al que mordía un burro, todos conocían algún caso. Los burros temenos pocas posibilidades para mostrar nuestros sentimientos, somos un poco burros. Por eso pasan estas cosas.

Al día siguiente fui a buscar a Werner, pero no lo encontré por ninguna parte. Quería disculparme y ver cómo estaba. Quizá me hubiera dado una manzana. Las de mi finca no me gustan tanto. Se lo he explicado varias veces mordiendo una manzana de mi finca y escupiéndola inmediatamente. Creo que lo han entendido porque me siguen trayendo manzanas ricas.

Este tipo de experiencias, si las superas, te unen más, y así fue con Werner y conmigo: nos convertimos en grandes amigos. Unos días más tarde dimos un paseo también con mi amigo Poncho por Esposende.

Al final de la tarde merendamos en la finca de mi jefe Nardo. Poncho y yo, de pie, también intentamos acercarnos a la mesa para coger pan, pero no lo conseguimos. Aparte de eso nos portamos muy bien.