
El mundo se digitaliza con el objetivo de volvernos más eficientes, acelerar procesos con la máxima seguridad posible y por supuesto ahorrar allí donde se puede. Tiendas online, correo electrónico, apps, redes sociales, online-Banking, etc.
Para garantizar la seguridad de estos espacios y tus propios datos, debes tener una clave secreta, que debe cumplir, a su vez, determinados requisitos y que hay que cambiar relativamente a menudo para que no te la descubran. Esos mismos bancos muchas veces te piden además de un PIN, una firma digital y un doble factor de autentificación. Utilizan sus sistemas de seguridad como garantía de seriedad y responsabilidad, pero los clientes están obligados a tener miles de claves, necesarias a su vez para obtener otra clave más.
Para gestionar esta pesadilla tengo un cuadernito muy mono de tapas amarillas con florecitas para camuflar la pesadilla que se oculta dentro: 20 páginas llenas de claves que ni yo misma sé de dónde son, ni para qué sirven. Al final acabo perdiéndome en la selva de las claves y se me olvida cuál era el punto de partida, qué quería hacer.
Por eso muchas veces es el usuario, en este caso yo misma, el mayor peligro para mis propios datos. Cuando ya no puedo más, ahora sí, decido al fin enviar un e-mail al soporte informático pidiendo ayuda porque alguna de esas claves está bloqueada. Llegué a necesitar dos llamadas de una hora respectivamente para desbloquear una cuenta. En medio del proceso me enviaron por sms un código para una doble autentificación, pero no tenía el móvil. Grrrrrr. ¿Os ha pasado?
